EL BARREÑO DE MI MADRE
Cuando pienso en el triunfo de un objeto sobre el paso del tiempo, siempre aparece en mi mente el barreño de plástico que anda por la casa donde me crié en Jaén. Es un barreño grande. En su momento sería transparente o de un color más claro, pero ahora es algo anaranjado. Mi madre, que tiene 85 años, lo compró cuando se casó en 1956. Ese barreño tiene ahora casi 60 años y ha cargado docenas de toneladas de ropa húmeda desde la lavadora hasta el tendedero. Hemos sido siete hermanos, así que decir docenas de toneladas sea, tal vez, quedarse cortos.
El barreño de mi madre ha sobrevivido a cinco lavadoras, tres lavavajillas, cuatro neveras, dos cocinas a gas y tres coches. El paso del tiempo ha dejado en él sus cicatrices. Miles de rayas le han borrado el brillo y en él destaca sobre todo la huella de una herida que no puede ocultar: se quemó cuando mi madre lo puso cerca del fuego. El plástico empezó a derretirse en un gran goterón y ella, en su afán por salvarlo, se mojó las manos con agua fría y fue recolocando con sus palmas aquella masa de plástico hasta su posición inicial, tapando el agujero que se había hecho en su costado.
Así que allí sigue el barreño de mi madre, cargando ropa desde la lavadora hasta el tendedero. Y si tengo la suerte de heredarlo probablemente lo siga haciendo durante muchos años. ¿Por qué no habría de hacerlo? El barreño que tengo encima de mi lavadora en Jerez está roto. Tiene rota el asa, que se rompió por poner esa última camiseta mojada de más (o tal vez fue un calcetín). Nunca lo sabremos. También tengo un segundo barreño. Tiene un agujero en el fondo. Se lo cargaron mis hijos hace un año cuando se metieron en él jugando a los piratas. ¡La de barbaridades que hicimos nosotros con el barreño de Jaén y lo poco que han aguantado los míos!
A mis alumnos les suelo poner un documental de Cosima Dannoritzer que a algunos impresiona y a otros no sorprende tanto. Se llama Comprar, tirar, comprar y habla de la obsolescencia programada. El documental explica que los objetos están diseñados para fallar, para dejar de funcionar pasado un tiempo. Se fabrican con una fecha de caducidad, como los Nexus 6 de la película Blade Runner.
Siempre he pensado que existen dos mundos paralelos: el nuestro y el de la basura, el de los residuos. Cada vez que compramos algo que se estropea tras poco uso, ese mundo aumenta y el nuestro se hace un poquito más pequeño. Como ingeniero que soy no puedo pensar en algo más ruin que un objeto fabricado para que deje de funcionar al ser usado. No tiene ningún sentido. Esos objetos que compramos en la tienda, que no por oriental resulta más exótica, incumplen, así a bote pronto, por lo menos la mitad de los diez principios del buen diseño enunciados por el diseñador industrial alemán Dieter Rams. Sin embargo, algo nos arrastra a comprarlos. Caemos una y otra vez. Y eso que todos sabemos que lo barato sale caro. O que, como dicen los ingleses, «you buy cheap, you buy twice» (el que compra barato compra dos veces).
Hace poco mi amigo Cristian Campos, que me ha ayudado con los textos de la web, me enseñó el libro The craft and the makers, de la editorial alemana Gestalten. En él se dice que las cosas hechas a mano, artesanas, son una expresión de calidad, pasión y entendimiento. Parece que en estos últimos años hay una vuelta a lo bien hecho, a lo duradero. Que volvemos a buscar objetos que perduren en el tiempo, que entrelacen su historia con la nuestra y se hagan sitio en nuestra vida. Ojalá sea así. Lo veo como un triunfo de nuestro mundo.
Hace unos años, Paula (mi mujer) y yo fuimos al Valle de las Rosas, en Marruecos. Durante los días que estuvimos caminando por allí, vimos las ruinas de una de esas casas que se hacen con barro. Estaba ya tan avanzado su estado de deterioro que parecían los restos de un hormiguero o de un termitero gigante. Ya no quedaban más que un par de muros de barro que se elevaban desde una montaña de tierra, como si un gigante alfarero los hubiese levantado. Así de bien se iba integrando la ruina en el terreno. De él había salido y a él estaba volviendo. Me impactó la comparación con una de las casas ruinosas que se ven por aquí, con tantos materiales que nunca se desharán.
Hasta hace poco, yo no había caído en la cuenta de la existencia del barreño de mi madre. Un día, me contó su historia y el porqué de aquella cicatriz. Cuando le pregunté por qué había arriesgado sus manos para salvarlo, ella me contestó tranquilamente «porque ya no se hacen las cosas como antes». Pero yo mis tablas las programo para durar. Las hago cuidando cada detalle de todos los pasos del proceso. Las hago para que en ellas se corten toneladas de cebollas para los excelentes sofritos que recordarán vuestros hijos. Para que cortéis los tomates que irán al gazpacho fresquito cada verano. Para que estén en vuestras cocinas y vean como cambia el modelo de Thermomix. Las hago para que duren muchísimos años.
Las hago, en definitiva, como se hacían las cosas antes.
Cuando pienso en el triunfo de un objeto sobre el paso del tiempo, siempre aparece en mi mente el barreño de plástico que anda por la casa donde me crié en Jaén. Es un barreño grande. En su momento sería transparente o de un color más claro, pero ahora es algo anaranjado. Mi madre, que tiene 85 años, lo compró cuando se casó en 1956. Ese barreño tiene ahora casi 60 años y ha cargado docenas de toneladas de ropa húmeda desde la lavadora hasta el tendedero. Hemos sido siete hermanos, así que decir docenas de toneladas sea, tal vez, quedarse cortos.
El barreño de mi madre ha sobrevivido a cinco lavadoras, tres lavavajillas, cuatro neveras, dos cocinas a gas y tres coches. El paso del tiempo ha dejado en él sus cicatrices. Miles de rayas le han borrado el brillo y en él destaca sobre todo la huella de una herida que no puede ocultar: se quemó cuando mi madre lo puso cerca del fuego. El plástico empezó a derretirse en un gran goterón y ella, en su afán por salvarlo, se mojó las manos con agua fría y fue recolocando con sus palmas aquella masa de plástico hasta su posición inicial, tapando el agujero que se había hecho en su costado.
Así que allí sigue el barreño de mi madre, cargando ropa desde la lavadora hasta el tendedero. Y si tengo la suerte de heredarlo probablemente lo siga haciendo durante muchos años. ¿Por qué no habría de hacerlo? El barreño que tengo encima de mi lavadora en Jerez está roto. Tiene rota el asa, que se rompió por poner esa última camiseta mojada de más (o tal vez fue un calcetín). Nunca lo sabremos. También tengo un segundo barreño. Tiene un agujero en el fondo. Se lo cargaron mis hijos hace un año cuando se metieron en él jugando a los piratas. ¡La de barbaridades que hicimos nosotros con el barreño de Jaén y lo poco que han aguantado los míos!
A mis alumnos les suelo poner un documental de Cosima Dannoritzer que a algunos impresiona y a otros no sorprende tanto. Se llama Comprar, tirar, comprar y habla de la obsolescencia programada. El documental explica que los objetos están diseñados para fallar, para dejar de funcionar pasado un tiempo. Se fabrican con una fecha de caducidad, como los Nexus 6 de la película Blade Runner.
Siempre he pensado que existen dos mundos paralelos: el nuestro y el de la basura, el de los residuos. Cada vez que compramos algo que se estropea tras poco uso, ese mundo aumenta y el nuestro se hace un poquito más pequeño. Como ingeniero que soy no puedo pensar en algo más ruin que un objeto fabricado para que deje de funcionar al ser usado. No tiene ningún sentido. Esos objetos que compramos en la tienda, que no por oriental resulta más exótica, incumplen, así a bote pronto, por lo menos la mitad de los diez principios del buen diseño enunciados por el diseñador industrial alemán Dieter Rams. Sin embargo, algo nos arrastra a comprarlos. Caemos una y otra vez. Y eso que todos sabemos que lo barato sale caro. O que, como dicen los ingleses, «you buy cheap, you buy twice» (el que compra barato compra dos veces).
Hace poco mi amigo Cristian Campos, que me ha ayudado con los textos de la web, me enseñó el libro The craft and the makers, de la editorial alemana Gestalten. En él se dice que las cosas hechas a mano, artesanas, son una expresión de calidad, pasión y entendimiento. Parece que en estos últimos años hay una vuelta a lo bien hecho, a lo duradero. Que volvemos a buscar objetos que perduren en el tiempo, que entrelacen su historia con la nuestra y se hagan sitio en nuestra vida. Ojalá sea así. Lo veo como un triunfo de nuestro mundo.
Hace unos años, Paula (mi mujer) y yo fuimos al Valle de las Rosas, en Marruecos. Durante los días que estuvimos caminando por allí, vimos las ruinas de una de esas casas que se hacen con barro. Estaba ya tan avanzado su estado de deterioro que parecían los restos de un hormiguero o de un termitero gigante. Ya no quedaban más que un par de muros de barro que se elevaban desde una montaña de tierra, como si un gigante alfarero los hubiese levantado. Así de bien se iba integrando la ruina en el terreno. De él había salido y a él estaba volviendo. Me impactó la comparación con una de las casas ruinosas que se ven por aquí, con tantos materiales que nunca se desharán.
Hasta hace poco, yo no había caído en la cuenta de la existencia del barreño de mi madre. Un día, me contó su historia y el porqué de aquella cicatriz. Cuando le pregunté por qué había arriesgado sus manos para salvarlo, ella me contestó tranquilamente «porque ya no se hacen las cosas como antes». Pero yo mis tablas las programo para durar. Las hago cuidando cada detalle de todos los pasos del proceso. Las hago para que en ellas se corten toneladas de cebollas para los excelentes sofritos que recordarán vuestros hijos. Para que cortéis los tomates que irán al gazpacho fresquito cada verano. Para que estén en vuestras cocinas y vean como cambia el modelo de Thermomix. Las hago para que duren muchísimos años.
Las hago, en definitiva, como se hacían las cosas antes.